lunes, 28 de febrero de 2011



Esa mujer que saca la lengua hacia un lado, no está bromeando.
Su supuesta hija no la mira y juega a enrollar con sus dedos un collar de grandes piedras, como corales.

Junto a mí, un hombre carraspea en un compás de cuatro por cuatro fijo, flamenco, fúnebre.
Primero, cuatro negras. Más tarde dos negras y una blanca.
Nunca corcheas.
TAN, TAN, TAN, TAN o TAN TAN TAANN.
Me está durmiendo.

Pasa la señora de la bata blanca. Un hombre quiere una receta de seguríl.

Yo pienso que seguril debe ser una palabra derivada y, en esta idea, comienzo a derivar: seguridad, seguros, seguramente.

La vieja me mira. Yo sonrío y bajo la mirada. Cuento hasta diez y subo la mirada. La vieja permanece clavada en mí. Y ahora saca la lengua con un movimiento aún más dinámico, como un espasmo.
Intuyo que quiere decirme algo, pero no quiero saberlo, no me apetece. No es mi madre.

Lengua, lingüística, lenguado - continúo.

Recuerdo un cuento, miro hacia un lado y fantaseo. La serpiente de siete cabezas y el castillo de irás y no volverás. Imagino una llama de fuego surgiendo de la boca de la vieja. Es una llama torpe que la incendia las mejillas. En la puerta del castillo descansan los dos leones. De repente, me miro a mí misma y llevo una coraza, mi mano agarra fuertemente una espada. Sé -porque he leído el cuento- que los leones duermen con los ojos abiertos y vigilan con los ojos cerrados. Sé que no debo herirlos sino ofrecerles un pan redondo que debería llevar en una saca de lana. De mi hombro izquierdo cuelga la saca, como un zurrón. Ahora no tengo armadura, ahora soy casi una pastora. Saco el pan y lo arrojo con fuerza, los leones con sus ojos cerrados, hambrientos, irracionales, van tras la comida y yo accedo al castillo.
De mi puño derecho vuelve a surgir la espada. La serpiente me observa. De su cuello brotan seis cabezas más. Sé -porque he leído el cuento- que debo desenvainar la espada y clavársela en el corazón. Pero no puedo remediar el asco de siete lenguas serpenteantes apuntando contra mí: y me clavo la espada.

LA CIUDAD EN INVIERNO

Reseña sobre La ciudad en invierno de Elvira Navarro




Cuatro relatos unidos con tres elipsis temporales conforman esta novela, dirigida por los pasos de Clara, protagonista activa que conoceremos gracias a la voz de un narrador objetivo y distante.

“Expiación”, “Cabeza de huevo”, “La ciudad en invierno”, que está a su vez dividida en dos episodios “El Invierno” y “La ciudad” cronológicamente invertidos y, por último, “Amor”.

Clara, nos muestra parte de su identidad en estos cuatro relatos, culminando su instinto en actos muy diferentes que pondrán en práctica un espíritu vital y curioso, activado por el ansia de vivir, como constatación del poder individual de construir y destruir, y por el misterioso atractivo de arriesgarse.

El riesgo es para Clara un misterio dulce, como la oscuridad de las primeras pesadillas infantiles. Pero es peligro al fin, y Clara tendrá que enfrentarse a él.

Freud señaló que el juego es una necesidad humana, que se nombra “jugar” en la edad infantil y “fantasear” en la edad madura. En esta primera necesidad infantil, volcará Clara su entusiasmo y su actuación desde la primeras páginas, y desde el juego ejecutará sus actos, hasta convertirlos en realidad, antes fantaseada.
 
El primer relato nos habla de una niña que juega en la piscina, impostando a veces quietud “esta el deseo de que las gotas brillantes de sol no acaben resbalando sobre la superficie del corcho, pero es tremendamente difícil permanecer inmóvil”, y otras veces, lanzándose al dinamismo incansable y propio de un niño “el nuevo placer de la huída, concentrado en los brazos y las piernas, que se agitan velozmente imitando el movimiento de una rana”.

Esta estampa está condicionada por los ojos de la tía Adela, agente y paciente del son de la niña. Una tía que proyecta en Clara el estímulo de sus achaques y que necesita observar a la niña, pues necesita sentirse achacada. Clara es pequeña y, ocupada en su juego, inquieta a la tía en un fluir bidireccional.
La primera experiencia del asco será hacia este personaje: “se sabe infinitamente pequeña ante la tía, por cuyo amor siente verdadero asco”.

Han pasado los años, cuando Clara decide emprender una aventura telefónica con Vanesa. Episodio que acaba con el supuesto asesinato a martillazos de un ciego. El placer que había producido a Clara sentirse objeto de deseo en las conversaciones telefónicas, se convertía, cara a cara con personaje, en asco: “Clara permanecía callada. Sentía un profundo asco por haber estado gozando con aquella voz cuyo cuerpo, con sólo mirarlo, le producía arcadas.”

Tras este episodio comienza “Ciudad en invierno”, que estará conformado, como dije antes, por dos momentos invertidos temporalmente. El primero tiene lugar en una cabaña, un espacio misterioso, elegido por Clara para pasar un fin de semana con sus padres. La actitud de los padres y la inquietud de Clara nos desvelarán, poco a poco, que algo horrible sucedió una tarde. Este suceso se descubrirá en el segundo sub-episodio. Analepsis y vuelta a la ciudad.
Policía, psicólogo, hospital y los sueños de Clara nos permitirán reconstruir los hechos, hasta el relevante diálogo que mantendrán Clara y Tobías.

“El amor” será el último relato de esta obra, nos presentará un posible romance, o al menos un flirteo de instituto entre Clara y Jorge. Episodio que acabará con la novela, dejando un final abierto, sugerente y circular: la joven que quiere ser perseguida esa tarde es la niña que se escondía en la piscina y quería ser encontrada, he aquí el paso del juego a la fantasía.

Estos cuatro relatos, bien podían pertenecer a cuatro mujeres diferentes, en distintos momentos. Sin embargo, la elección de Clara como personaje único otorga una cohesión especial a la novela, porque, en realidad, la novela es Clara. Apenas tenemos cercanía, ni simpatía por ningún otro personaje, los padres no son, “el padre y la madre”, sino Inés y Pepe, y el resto de los personajes desaparecen con su episodio. El narrador, asume un punto de vista casi cinematográfico, vacío de sentimentalismo.

Los espacios, por otro lado, se confunden entre sí, a veces, el lector se esfuerza en imaginar como hay una plaza, luego un puente y detrás una huerta, pero lo imagina. Existe una homogeneidad urbana-rural, que junto a la sensación de nocturnidad que produce la obra, coincidiendo en general con el tiempo de Clara, crea un escenario peculiar y ficticio por donde la protagonista vaga.

Sí, todo es Clara, ella maneja la novela y las apariciones de los demás. Los dos personajes paralelos de Tobías y el hombre de la cabaña, que parecen ser uno la sombra del otro, y aparecen por la ventana como amputaciones siniestras, y la tía Adela que también nos asusta con su cabeza de vigilante entre las rejas de otra ventana (véase página 16).

Clara es agente, ansiosa de actos y ejecuciones, pero también quiere ser paciente, objeto de persecución, misterio.

Tras esta lectura, planteémonos, para iniciar la tertulia, si el dolor verdaderamente hace madurar, ser pragmático, e incluso estar “de vuelta de todo” o es sólo dolor, pesadumbre, acumulación y herida.



Supongo que era divertido proyectarnos sin epílogo
como un cuento moderno de final abierto.

Pero son cinco las muñecas rusas.
Y cinco las vocales de nuestro alfabeto.

Supongo que nos distinguía de la muerte
caminar sobre baldosas impares
o rendir culto a una brújula de agua.

Y qué hacer

Tampoco la RAE sabe definir abismo
y dice cosa inmensa, insondable e incomprensible.

Trenes hacia Tokio

Reseña sobre Trenes hacia Tokio de Alberto Olmos



TRENES HACIA TOKIO, Alberto Olmos.

David ha caído sobre Japón y trabaja dando clases de inglés en una guardería. Ocupa su tiempo restante en "ir" y "volver" de la guardería, en fumar, en ver películas y en coquetear con el porno.

Si intentamos resumir este libro hallaremos una gran dificultad, nos quedaremos siempre cortos. Quizás porque esta obra más que como una novela se presenta como un diario, como una crónica absolutamente literaria, en la que bien podrían aparecer las fechas a principio de cada capítulo.

Trenes hacia Tokio está conformado por 39 breves capítulos que podríamos leer de manera independiente o desordenar con picardía.
David protagoniza esta galería de chispazos, junto a dos espacios que adquieren la dimensión de personajes: Japón - en periferia- y los trenes.

Sin embargo, no serán ni David, ni Japón ni los trenes los otorgadores del extrañamiento primero padecido por el lector. La innovación y la grandeza de esta obra son el resultado de una manera magistral de narrar: frases cortas, sintaxis sencilla, lenguaje limpio de artificios y adjetivación precisa. Ni excesos, ni pedantería y , sin embargo, fuerza, ritmo y enganche.

David es el único narrador y testigo, nosotros vemos tras sus ojos y pronto nos acostumbramos a un peculiar discurso que narra, sentencia, guiña y sintetiza. Nos identificamos con un pensamiento veloz, elíptico y contrario.

La narración se estimula tras un ejercicio de observación minucioso y preciso focalizado en elementos de corte anecdótico y cotidiano que adquirirán después una categoría de grandeza e incluso de exclusividad:

"Luego nos medimos la tensión sanguínea en otro artefacto. Yo doy de máximo 122 y de mínimo 64; Kokoro da de máximo 68 y de mínimo 48. No sé qué significa, si me voy a morir mañana o me falta sodio, pero da gusto tener identidad."

En esta transferencia, el autor nos hace sonreír, porque logra ironía, perplejidad y poesía, pues hay símbolo y unión de dos realidades unidas de manera creativa y no natural.

En otras ocasiones, la estrategia narrativa es un juego de reiteraciones o de aislamiento sintáctico para subrayar una palabra y clausurar con fuerza una idea:

"Los puertos son sucios y están podridos. La gente con la que hablamos está podrida. Huele a podrido y siento el espanto de la podredumbre. La podredumbre."

El espacio no será descrito detalladamente, no es este libro un guía de Japón, sin embargo detrás de cada metáfora habrá una original perspectiva hacia una nación diferente:

"Llevarse a Ai de paseo era como llevarse a todo un país en el bolsillo. Ella era Japón: detrás de sus ojos rasgados se rasgaba el resto de los ojos nipones, su boca daba fin al tubo infinito de bocas y gargantas y pulmones que hacen un idioma; su piel era la última mano de pintura dada de una raza.
Ai: Japonesita
."

La condición de escritor de David justifica su ansia de observación y su capacidad de digerir y transformar el objeto observado. Observación y después ficción. No tenemos sucesos verdaderamente relevantes y consecuentemente tampoco pasa nada en esta historia, ni es comedia ni es tragedia, es una manera de mirar, desde la premisa del YO SÍ CREO.

"Yo sí creo- pienso-. Y luego, porque soy un hijo de puta, me compro el nuevo KIT KAT BITTER en el Seven Eleven para ver a qué sabe eso.”

Cotidianeidad y poesía, en el paso de lo trivial a lo profundo:

"Luego todo acaba como siempre: ella desaparece y yo me quedo pensando que fue dulce, fue simple, fue latente, fue bonito, fue pueril, fue seminal, fue humano, fue elegante y fue mi vida.
Y que me gusta mi vida porque nunca pasa nada
".

Agosto, octubre



Reseña sobre Agosto, octubre de Andrés Barba

Bajo el título de Agosto, octubre se encierra la historia de la adolescencia de Tomás, una historia enmarcada en un agosto aparentemente previsible desarrollado en un pequeño pueblo costero. La novela está dispuesta en dos partes: “Recuerdo de agosto” y “Recuerdo de octubre”.

Dos partes perfectamente delimitadas y con una relación directa y consecuente. En la primera parte se desarrolla el conflicto que sirve de estímulo y que logrará su respuesta en las últimas cuarenta páginas que conforman “Recuerdo de octubre”.

En esta breve novela el lector camina de la mano de un narrador que con precisión e inmediatez focaliza el discurso en el yo interior de Tomás.
Podemos decir que la visión de lo que acontece en las páginas, identifica al narrador con Tomás porque es desde él desde donde el narrador ve.
En su decir, el narrador crea una estructura erótica mediante un juego de desvelos que atrapa al lector desde la primera línea:

Ocurría al volver a casa desde la playa, junto a sus padres y su hermana pequeña."

No tardaremos en encontrarnos con el coflicto. Hemos leído historias protagonizadas por adolescentes (piensen en Poniboy Curtis de Rebeldes o en Holden Caulfield de El Guardián entre el centeno), y también sabemos como un pequeño pueblo puede devenir perverso: recordamos la Vetusta de Clarín o la malicia de los provincianos de Calle Mayor de Juan Antonio Bardem.

Pero no es eso lo que encontraremos en esta pieza. Hallaremos aquí un ejercicio existencial íntimo que si bien al principio aparece como un síntoma natural de la personalidad de Tomás, posteriormente se activará de manera intensa con la vivencia de una serie de episodios. Se enfrentará a la muerte de su tía, a la humillación como salida transgresora de un espacio poco atractivo y vacío de posibilidades, a una inaugural experiencia sexual traumática y a una guerra interior en el intento de configurar una primera moral y así salvarse.

En este proceso, la inseguridad, la ira y el miedo perturbarán el yo de Tomás, que avanzará casi mutilado para limpiar su conciencia, bajo el asfixiante peso de la culpa.

Todo ello, nombrado con un lenguaje preciso y absolutamente fiel a la intención del narrador. Existe tal adecuación entre la escena fantaseada por el lector y su nombramiento físico que la novela se convierte en un desfile impecable de sensaciones catárticas: una transferencia al verbo punzante y poética.

Sobre los versos de Ana Gorría



Tras la imposición de la quietud del que observa extendiéndose al paisaje, elabora Ana Gorría sus poemas.
La imposición es una manera de vencimiento, una exposición alta, inmutable e inquietante, que relega al sujeto a su voz de testimonio atento, de observador.
La voz traslada, transfiere e incluso instruye porque introduce fuertemente al texto. Y una vez dentro, se quiebra. Ahora el lector es también extensión de ese paisaje creado por el primer sujeto.

Porque es de noche,
tiembla
un corazón
de lluvia
en las aceras
.

Difícilmente podré extraer de esta poesía un tiempo ocasional, fragmentable y concreto. Sin embargo, será el tiempo en su acepción durativa, que irremediablemente compone con limitación y regularidad todas las secuencias, la isotopía temática que subyacerá como esqueleto primordial en todo el proceso poético de estas piezas.

Tiempo sí, y, con él, el individuo. Este individuo, que es el testigo y el propiciador del verbo, es el agente que asume una verdad impuesta pero que se rebela en otro acto. Ahora no impuesto sino natural, esta vez desde y hasta el sujeto: la reflexión existencial. Pero la reflexión existencial convencional no interesará al poema, que sugerirá vagamente sólo un primer paso hacia el existencialismo: el extrañamiento, y la inquietud del que vigila frente al estatismo y al silencio del espacio vigilado.

[Les noces barbares]

Habitación naranja. Las dos sombras
se arrastran y se muerden. Con la sangre
se enfrentan con la sangre. Todo
es azul, verde, naranja, verde. Todo
y el nocturno terror de conocerse.


Lo perverso forma parte del espacio, del paisaje descrito y se activa con la presencia del individuo en el conjunto, en un suceder infinito, en una quietud pervertida pero permanente.

Es el verbo el arma con que vence el individuo al tiempo, no lo muta pero lo nombra y en este ejercicio complejo surge el monstruo de la imposibilidad: el lenguaje.
Este natural lamento insatisfecho nos proporcionará piezas que podríamos relacionar con el ámbito de la metalingüística y consecuentemente con el de la metapoesía.

A pesar de la duda y del cansancio,
triste animal,
vencido,
que la tierra
consiente.


Sabiendo que son el tiempo y el espacio los dos ejes de esta poesía, tendríamos que plantearnos desde que lugar surge la voz de la poeta.
Ana Gorría, se sitúa en el lugar concreto y sirve de perspectiva, de objetivo de cámara que apunta, señala y crea en su constitución de planos una geometría compuesta por elementos accesibles y modestos, pero que en conjunto, logran un significado simbólico, expresivo, sin perder por esto su referencia y su denotación más básica y universal.

El yo lírico, entonces, tendrá por un lado la labor de vigilar y por otro la de renombrar, desde su yo empírico y creador, la primera pieza observada.
En definitiva, profundizar en la mirada y hallar lo que subyace: ahí se encontrará el dilema del creador y la metapoesía:

SER incapaz de más profundidad que la mirada.

viernes, 25 de febrero de 2011




Sí. Pero había visto a los lobos apuntar sus orejas a mis sueños.
Una vez cocinaban para mí cocodrilos.
No quería yo domar a las fieras, ni torear en plazas de algún pueblo.
Los cocodrilos son simpáticos y sus delantales me ayudan a no tenerles miedo.

lunes, 21 de febrero de 2011



Ha caído la manzana
Multitud
El cielo se levanta en mi cabeza:
Estoy desnuda junto al árbol del pecado.

martes, 15 de febrero de 2011



Y un corro de mujeres sobre el agua.
Como el choque de dos lenguas adolescentes,
como la invasión de los ladrones de cuerpos.

lunes, 14 de febrero de 2011


I

El espacio se camufla. Yo lo sé.
Pero distingo irremediablemente
lo que tapa el cuadro de mi salón
y lo que aún permanece debajo de mis postales.

II

Tres veces limpié mi hule de cuadros con cerezas.
Llené mi nevera de fotos de Ceesepe.
No sabían los gusanos de mis lechugas, lo azaroso de nuestro encuentro.


JUAN Y LA PLANTA DE HABAS

He visto a un gigante contar monedas de oro
mientras Juan estaba escondido en un baúl
y una doncella gritaba para velar su respiración.
Había un camino imposible entre la casa de Juan
y el floema de la planta en cuestión.
Y una distancia de dos palmos entre el baúl y una gallina.
A Juan le daban miedo las gallinas.
Tampoco le gustaban los mamíferos.
Quizás por eso había hecho el trueque
de su vaca por tres habichuelas.
La madre de Juan nunca perdonó este cambio
y Juan eligió vivir encerrado para siempre.


***

Sobre un relato de Cuentos al amor de la lumbre

Y despertó el príncipe del río en el pecho
Donde bailaban desnudas las lavanderas
Donde me ahogué dulcemente cuando era niña.

No discierno entre el blanco y sus discípulos.
No me refiero a las madres
Ni a sus senos.
Ni a la atroz vigilancia de una lápida.

Nada sé de las manos y los hijos.
Ni de la arruga espectral que espanta mi mirada en un espejo.
Me asusta el blanco y punto:
Y esa posibilidad de jaque mate
como de hielo azul frente a un disparo.